30 diciembre, 2008



-¡Que chiquitos!-
Ese fué mi pensamiento el 30 de Diciembre de 2004 cuando a las nueve de la noche pasaba en el 132 por plaza Once.
Se estaba formando la cola para entrar al recital de Callejeros, y esa frase se formó en mi cabeza.Y esas palabras volvieron como un disparo a las 2 de la mañana en la casa de mi padre, cuando encendimos la tele y vimos la noticia.
-¡Que chiquitos!- recordé, y estallé en llanto.

Creo que nunca se podrá castigar a todos los responsables de la masacre, a todos y cada uno de los que por acción u omisión prepararon el escenario donde se desarrolló esta tragedia: Una sociedad que no educa a sus ciudadanos a amar la vida.
Así, tan simple.
Si todos entendiéramos que no hay nada más valioso que la vida, cualquier vida, hoy no estaríamos recordando con dolor y bronca muertes como estas. Si todos entendiéramos que vivir es natural y morir envenenado no lo es, no habría empresarios que fabrican trampas mortales disfrazadas de estadio para recitales, ni bomberos, policías ni inspectores que acepten dinero a cambio de ceguera, ni padres que envíen a sus hijos muy menores a ver una banda de la cual no sabían ni el nombre. Tampoco jóvenes que creyeran que tirar pirotecnia en un lugar cerrado con miles de seres humanos alrededor era disfrutar de un espectáculo, ni funcionarios calienta sillas que no cumplen lo que ellos se comprometiron a cumplir.
Pero en esta tragedia como en otras, se puede ver que el amor por la vida es algo que nace y crece y permanece dentro nuestro.
La mayoría de los chicos muertos esa noche no murieron quemados; envenenaron sus pulmones con el humo tóxico entrando a buscar a quienes aún estaban atrapados dentro del edificio. Pudieron correr lejos, pero volvieron una y otra vez a rescatar a esos otros que los necesitaban.
Gente que volvía a sus casas en los numerosos colectivos que pasan por Plaza Once que bajaron corriendo a socorrer a quienes estaban sofocados en la calle. Muchos entraron también a Cromañón a intentar sacar a cuantos pudieran.
La gente que estaba en el boliche bailable "El Elefante Blanco", al lado, fueron los primeros en socorrer a los chicos que salían. Los "peruanos ladrones" como les gusta llamarlos a la mayoría de los argentinos, fueron los primeros en confortar y dar refugio a los que lograron salir. Y también muchos entraron al infierno a buscar a los que estaban muriendo.

Cuatro años pasaron desde esa noche de terror.
Cuatro años, y poco y nada se esclareció.

Entendamos de una vez que vivir es natural, y morir envenenado en un recital, no lo es.



No te entregues.

05 diciembre, 2008

Máscaras








En Milán, el arzobispo Borromeo denunciaba que este mundo adúltero, ingrato, enemigo de Dios, mundo ciego y loco, feo y pestífero, se había entregado, enmascarado, a la lascivia de las fiestas paganas.
Y había dictado sentencia contra las máscaras:
-Las máscaras deforman el rostro humano y así profanan nuestra divina semejanza con Dios.
En nombre de Dios, la iglesia las prohibió. En nombre de la libertad, tiempo después, las prohibió Napoleón.
Las máscaras de la comedia del arte encontraron refugio entre los títeres.
Con cuatro palitos y un trapo, los titiriteros montaban sus teatrinos, en las plazas públicas que compartían con los saltimbanquis, los vagamundos, los músicos nómadas, los canta historias y los magos de feria.
Y cuando a los títeres enmascarados se les iba la mano en sus burlas contra los señores, los policías pegaban unos cuantos garrotazos a los titiriteros y se los llevaban presos. Y los títeres quedaban abandonados, guantes sin manos, en la noche de la plaza vacía.

Texto extraído del libro "Espejos" de Eduardo Galeano.









No te entregues.